El viaje a Hillsboro, Virginia, el miércoles por la mañana, no fue un fastidio, ya que todos los demás entraban a la ciudad para su recorrido diario hacia el trabajo, pero Paula conducía como si estuviera audicionando para el NASCAR.
A juzgar por las tres llamadas perdidas de su madre, quien pensaba que Paula había sido secuestrada en la gran ciudad, y que ahora era retenida para obtener una enorme suma de dinero; los cuatro mensajes de texto de su hermano, preguntándole si sabía cómo manejar por la circunvalación de la carretera, ya que al parecer, las hermanas pequeñas no podían conducir; y el correo de voz de su padre advirtiéndole que había un problema con las reservas, estaba llegando tarde para el brunch.
¿Quién diablos seguía comiendo brunch?
Golpeteando sus dedos sobre el volante, entornó los ojos cuando el último sol de mayo brilló sobre la señal de salida.
Sip, se había perdido.
Maldita sea.
Lanzando una mirada a su teléfono, porque sabía que sonaría en cualquier momento, se lanzó hacia el otro carril y tomó la siguiente salida para poder dar marcha atrás hacia donde tenía que estar.
No estaría llegando tarde y sintiéndose tan... tan trastornada si hubiera pasado la noche empacando como una mujer normal, emocionalmente estable en la mitad de sus veinte años —como una exitosa mujer— en lugar de lamentar el hecho de que tendría que caminar por el pasillo del brazo de Pedro, algo que, de verdad, era simplemente cruel.
El hecho de que Damian tuviera otra cita ese fin de semana y no pudiera acompañarla era como añadir un insulto más a la injuria.
Su celular se apagó en el instante en que las ruedas golpearon la rampa de la salida correcta y ella gruñó, deseando que la maldita cosa se hundiera en el décimo círculo del infierno. ¿Había diez círculos? Quién sabe, pero lo había descubierto en un momento en que todos tomaban sus bebidas y empezaron a hablar de cómo Paula solía correr sin camisa cuando era un niña. Había veinte círculos del infierno, y ella visito cada uno de ellos.
Negros y altos nogales llenaban ambos lados de la ruta mientras ella volaba hacia abajo, sombreando la carretera, y dándole una apariencia casi etérea. Más adelante, el azul profundo de las montañas se cernía sobre el valle. No había duda, siempre y cuando el clima se comportara, la boda al aire libre sería hermosa.
Un repentino estallido sacudió su cabeza hacia arriba y el volante fue a la izquierda, a la derecha, y luego a la izquierda otra vez. Con el corazón latiéndole rápidamente, agarró el volante mientras lo movía y el auto zigzagueaba como si ella estuviera manejando ebria.
—Maldita sea —murmuró, abriendo mucho los ojos cuando recuperó el control del auto. Un neumático, un maldito neumático, se había pinchado—. ¿Por qué no? —Debatiéndose sobre si debía o no recorrer los próximos diez kilómetros de esa forma, soltó una cadena atroz de malas palabras que habrían hecho sonrojar a su hermano.
Giró el volante hacia la derecha y se deslizó hasta detenerse en el arcén de la carretera.
Lanzándolo en el parque, pensó en salir y patear el maldito coche. En cambio, hizo algo más maduro: puso su cabeza sobre el volante y maldijo un poco más.
Esto no estaba empezando bien.
Levantando la cabeza, su mirada se deslizó hacia su teléfono celular.
Lo tomó del asiento, ojeó sus contactos, y rápidamente pulsó el botón de llamada. Después de sólo dos tonos, alguien contestó.
—¿Pau? ¿Dónde demonios estás, niña? —Explotó la voz preocupada de su padre—. Tu madre está a punto de llamar a la policía estatal, y no estoy seguro de cuánto…
—Papá, estoy bien. Se me reventó un neumático casi a diez kilómetros de allí.
A través de los sonidos de las risas y el ruido metálico de la plata, su padre resopló.—¿Qué hiciste qué?
Su estómago rugió, recordándole que eran las once y no había desayunado todavía. —Se me reventó un neumático.
—¿Qué reventaste qué?
Paula rodó los ojos. —Un neumático.
—Espera. No puedo oírte. Chicos, ¿pueden bajar la voz? —Su voz sonó un poco más lejos de las voces—. Pau está al teléfono y reventó algo. —La sala estalló en una carcajada masculina.
Oh. Mi jodido. Dios.
—Lo siento, cariño. Ahora, ¿qué pasó? —preguntó su padre—. ¿Qué prendiste fuego?
—¡Se me reventó un neumático! ¡Un neumático! Ya sabes, esas cosas que son redondas y de goma…
—Oh. ¡Oh! Ahora lo entiendo —se rió su padre—. Es una casa de animales aquí, todos comiendo al mismo tiempo. ¿Recordaste conseguir una rueda de repuesto desde la última que te la cambiaron? Ya sabes, querida, siempre debes estar preparada. ¿Qué pasa si necesitas salir de la ciudad durante una evacuación?
Ella estuvo a segundos de darse la cara del volante. Amaba a sus padres, pero realmente no quería hablar sobre su falta de habilidad para la planificación, mientras que una habitación llena de hombres se reían de ella, mientras que Pedro se echaba a reír, porque ella sin duda notó su profunda voz en el fondo. Su vientre ya se formaba con nudos ante la idea de verlo pronto.
—Lo sé, papá, pero no he tenido la oportunidad de conseguir un nuevo neumático de repuesto aún.
—Siempre hay que tener un repuesto. ¿No te hemos enseñado nada acerca de la preparación?
Bueno, ¿era un punto discutible en ese momento? Y no era como si un cometa hubiera golpeado a su coche.
Su padre suspiró, como lo hacían todos los padres cuando sus hijas necesitaban ser rescatadas, no importaba la edad que tuvieran. —Sólo quédate tranquila, y vamos a ir por ti, cariño.
—Gracias, papá. —Terminó la llamada y dejó caer el celular en su bolso.
Era tan fácil imaginar a su familia absurdamente grande, sentados alrededor de la mesa, sacudiendo la cabeza. Sólo Pau llegaría tarde.
Sólo a Pau se le pincharía un neumático y no tendría uno de repuesto.
Era la más joven en la familia, y eso incluía no sólo a los lazos de sangre,sino también a la plaga Alfonso.
No importaba lo que hiciera, siempre sería la pequeña e
insignificante Pau. No Paula, quien supervisaba los servicios voluntarios en la biblioteca del museo Smithsoniano. Ella consideraba que ser un friki de la historia, era una elección de vida.
Paula inclinó la cabeza contra el reposacabezas y cerró los ojos.
Incluso con el aire acondicionado funcionando, el calor desde el exterior había comenzado a filtrarse dentro. Se desabrochó los dos primeros botones y agradeció el hecho de haber optado por pantalones de lino ligeros en lugar de vaqueros. Conociendo su suerte, sufriría un golpe de calor antes de que su padre o su hermano aparecieran.
Odiaba saber que los haría alejarse de las celebraciones. Eso era lo último que quería. Y justo al lado de eso, estaba el hecho de que no había duda en su mente sobre que Pedro probablemente movía su cabeza, junto con todos los demás.
Pasaron unos minutos y debió de haberse quedado dormida, porque lo siguiente que supo fue que alguien golpeaba en su ventana.
Parpadeó lentamente, apretó el botón para bajar la ventanilla y volvió la cabeza para mirar a un par de ojos azules, avivados por unas muy gruesas pestañas negras.
Oh... Oh, no...
Su corazón tartamudeó, y se desplomó sobre sí misma mientras su mirada se desviaba a través de los altos pómulos que le eran dolorosamente familiares, sus labios gruesos parecían tentadoramente suaves, pero podían ser firmes e inflexibles. Cabello castaño oscuro caía sobre su frente, siempre a un suspiro lejos de necesitar un corte. Una nariz fuerte, con un ligero golpe que había obtenido durante sus años de universidad, le daba a su belleza masculina un toque duro, peligrosamente sexy.
La mirada de Paula cayó sobre la camisa blanca lisa que se aferraba a sus hombros anchos, un pecho duro como una piedra, y una cintura estrecha. Los vaqueros colgaban debajo de sus caderas, y gracias a Dios, el resto de la vista era tapada por la puerta del coche.
Forzando su mirada hacia el rostro del chico, contuvo un aliento agudo.
Aquellos labios se curvaron en una media sonrisa, a sabiendas de que provocaba cosas divertidas en sus adentros. Y al igual que un fósforo arrojado a la gasolina, su cuerpo despertó vivo y las llamas cubrieron cada centímetro de ella.
Paula escondió su respuesta inmediata a él, deseando que cualquier otro tipo elegible, en el área de los tres Estados, pudiera evocar al infierno mismo. Sin embargo, estaba muy emocionada por ello.
Absolutamente desatada.
—Pedro —suspiró.
Su sonrisa se amplió, y, maldición, allí estaban esos hoyuelos. — ¿Pau?
Su cuerpo se estremeció ante el sonido de su voz. Era profunda y suave como el whisky envejecido. Esa voz debería estar prohibida, junto con el resto del paquete. Su mirada bajó de nuevo. Maldita puerta del coche, porque no cabía duda de que el paquete era bastante impresionante.
Por un breve instante, no deseado, fue arrojada de nuevo a su primer año de universidad, a la noche en que visito el club de Pedro por primera vez, y se quedó en su elegante despacho. Llena de esperanza, llena de ganas...
Saliendo de su aturdimiento, se sentó con la espalda rígida.
—¿Te enviaron a ti?
Él se rió entre dientes, como si hubiera pronunciado la cosa más divertida del mundo. —Yo me ofrecí, en realidad.
—¿En serio?
—Por supuesto —dijo arrastrando las palabras perezosamente—.Tuve que venir a ver lo que la pequeña Paula Chaves reventó.