viernes, 5 de septiembre de 2014

CAPITULO 2



El viaje a Hillsboro, Virginia, el miércoles por la mañana, no fue un fastidio, ya que todos los demás entraban a la ciudad para su recorrido diario hacia el trabajo, pero Paula conducía como si estuviera audicionando para el NASCAR. 


A juzgar por las tres llamadas perdidas de su madre, quien pensaba que Paula había sido secuestrada en la gran ciudad, y que ahora era retenida para obtener una enorme suma de dinero; los cuatro mensajes de texto de su hermano, preguntándole si sabía cómo manejar por la circunvalación de la carretera, ya que al parecer, las hermanas pequeñas no podían conducir; y el correo de voz de su padre advirtiéndole que había un problema con las reservas, estaba llegando tarde para el brunch. 


¿Quién diablos seguía comiendo brunch? 


Golpeteando sus dedos sobre el volante, entornó los ojos cuando el último sol de mayo brilló sobre la señal de salida. 


Sip, se había perdido.


Maldita sea.


Lanzando una mirada a su teléfono, porque sabía que sonaría en cualquier momento, se lanzó hacia el otro carril y tomó la siguiente salida para poder dar marcha atrás hacia donde tenía que estar.


No estaría llegando tarde y sintiéndose tan... tan trastornada si hubiera pasado la noche empacando como una mujer normal, emocionalmente estable en la mitad de sus veinte años —como una exitosa mujer— en lugar de lamentar el hecho de que tendría que caminar por el pasillo del brazo de Pedro, algo que, de verdad, era simplemente cruel. 


El hecho de que Damian tuviera otra cita ese fin de semana y no pudiera acompañarla era como añadir un insulto más a la injuria.


Su celular se apagó en el instante en que las ruedas golpearon la rampa de la salida correcta y ella gruñó, deseando que la maldita cosa se hundiera en el décimo círculo del infierno. ¿Había diez círculos? Quién sabe, pero lo había descubierto en un momento en que todos tomaban sus bebidas y empezaron a hablar de cómo Paula solía correr sin camisa cuando era un niña. Había veinte círculos del infierno, y ella visito cada uno de ellos.


Negros y altos nogales llenaban ambos lados de la ruta mientras ella volaba hacia abajo, sombreando la carretera, y dándole una apariencia casi etérea. Más adelante, el azul profundo de las montañas se cernía sobre el valle. No había duda, siempre y cuando el clima se comportara, la boda al aire libre sería hermosa.


Un repentino estallido sacudió su cabeza hacia arriba y el volante fue a la izquierda, a la derecha, y luego a la izquierda otra vez. Con el corazón latiéndole rápidamente, agarró el volante mientras lo movía y el auto zigzagueaba como si ella estuviera manejando ebria.


—Maldita sea —murmuró, abriendo mucho los ojos cuando recuperó el control del auto. Un neumático, un maldito neumático, se había pinchado—. ¿Por qué no? —Debatiéndose sobre si debía o no recorrer los próximos diez kilómetros de esa forma, soltó una cadena atroz de malas palabras que habrían hecho sonrojar a su hermano. 


Giró el volante hacia la derecha y se deslizó hasta detenerse en el arcén de la carretera. 

Lanzándolo en el parque, pensó en salir y patear el maldito coche. En cambio, hizo algo más maduro: puso su cabeza sobre el volante y maldijo un poco más. 

Esto no estaba empezando bien. 

Levantando la cabeza, su mirada se deslizó hacia su teléfono celular.


Lo tomó del asiento, ojeó sus contactos, y rápidamente pulsó el botón de llamada. Después de sólo dos tonos, alguien contestó.


—¿Pau? ¿Dónde demonios estás, niña? —Explotó la voz preocupada de su padre—. Tu madre está a punto de llamar a la policía estatal, y no estoy seguro de cuánto… 

—Papá, estoy bien. Se me reventó un neumático casi a diez kilómetros de allí.


A través de los sonidos de las risas y el ruido metálico de la plata, su padre resopló.—¿Qué hiciste qué?


Su estómago rugió, recordándole que eran las once y no había desayunado todavía. —Se me reventó un neumático. 

—¿Qué reventaste qué?


Paula rodó los ojos. —Un neumático.


—Espera. No puedo oírte. Chicos, ¿pueden bajar la voz? —Su voz sonó un poco más lejos de las voces—. Pau está al teléfono y reventó algo. —La sala estalló en una carcajada masculina. 

Oh. Mi jodido. Dios. 

—Lo siento, cariño. Ahora, ¿qué pasó? —preguntó su padre—. ¿Qué prendiste fuego?


—¡Se me reventó un neumático! ¡Un neumático! Ya sabes, esas cosas que son redondas y de goma…


—Oh. ¡Oh! Ahora lo entiendo —se rió su padre—. Es una casa de animales aquí, todos comiendo al mismo tiempo. ¿Recordaste conseguir una rueda de repuesto desde la última que te la cambiaron? Ya sabes, querida, siempre debes estar preparada. ¿Qué pasa si necesitas salir de la ciudad durante una evacuación?


Ella estuvo a segundos de darse la cara del volante. Amaba a sus padres, pero realmente no quería hablar sobre su falta de habilidad para la planificación, mientras que una habitación llena de hombres se reían de ella, mientras que Pedro se echaba a reír, porque ella sin duda notó su profunda voz en el fondo. Su vientre ya se formaba con nudos ante la idea de verlo pronto. 
—Lo sé, papá, pero no he tenido la oportunidad de conseguir un nuevo neumático de repuesto aún.


—Siempre hay que tener un repuesto. ¿No te hemos enseñado nada acerca de la preparación?  


Bueno, ¿era un punto discutible en ese momento? Y no era como si un cometa hubiera golpeado a su coche. 

Su padre suspiró, como lo hacían todos los padres cuando sus hijas necesitaban ser rescatadas, no importaba la edad que tuvieran. —Sólo quédate tranquila, y vamos a ir por ti, cariño.


—Gracias, papá. —Terminó la llamada y dejó caer el celular en su bolso.


Era tan fácil imaginar a su familia absurdamente grande, sentados alrededor de la mesa, sacudiendo la cabeza. Sólo Pau llegaría tarde.


Sólo a Pau se le pincharía un neumático y no tendría uno de repuesto.


Era la más joven en la familia, y eso incluía no sólo a los lazos de sangre,sino también a la plaga Alfonso. 

No importaba lo que hiciera, siempre sería la pequeña e
insignificante Pau. No Paula, quien supervisaba los servicios voluntarios en la biblioteca del museo Smithsoniano. Ella consideraba que ser un friki de la historia, era una elección de vida.


Paula inclinó la cabeza contra el reposacabezas y cerró los ojos. 

Incluso con el aire acondicionado funcionando, el calor desde el exterior había comenzado a filtrarse dentro. Se desabrochó los dos primeros botones y agradeció el hecho de haber optado por pantalones de lino ligeros en lugar de vaqueros. Conociendo su suerte, sufriría un golpe de calor antes de que su padre o su hermano aparecieran.


Odiaba saber que los haría alejarse de las celebraciones. Eso era lo último que quería. Y justo al lado de eso, estaba el hecho de que no había duda en su mente sobre que Pedro probablemente movía su cabeza, junto con todos los demás.


Pasaron unos minutos y debió de haberse quedado dormida, porque lo siguiente que supo fue que alguien golpeaba en su ventana.


Parpadeó lentamente, apretó el botón para bajar la ventanilla y volvió la cabeza para mirar a un par de ojos azules, avivados por unas muy gruesas pestañas negras. 

Oh... Oh, no...


Su corazón tartamudeó, y se desplomó sobre sí misma mientras su mirada se desviaba a través de los altos pómulos que le eran dolorosamente familiares, sus labios gruesos parecían tentadoramente suaves, pero podían ser firmes e inflexibles. Cabello castaño oscuro caía sobre su frente, siempre a un suspiro lejos de necesitar un corte. Una nariz fuerte, con un ligero golpe que había obtenido durante sus años de universidad, le daba a su belleza masculina un toque duro, peligrosamente sexy.


La mirada de Paula cayó sobre la camisa blanca lisa que se aferraba a sus hombros anchos, un pecho duro como una piedra, y una cintura estrecha. Los vaqueros colgaban debajo de sus caderas, y gracias a Dios, el resto de la vista era tapada por la puerta del coche.


Forzando su mirada hacia el rostro del chico, contuvo un aliento agudo.


Aquellos labios se curvaron en una media sonrisa, a sabiendas de que provocaba cosas divertidas en sus adentros. Y al igual que un fósforo arrojado a la gasolina, su cuerpo despertó vivo y las llamas cubrieron cada centímetro de ella.


Paula escondió su respuesta inmediata a él, deseando que cualquier otro tipo elegible, en el área de los tres Estados, pudiera evocar al infierno mismo. Sin embargo, estaba muy emocionada por ello. 

Absolutamente desatada. 

—Pedro —suspiró.


Su sonrisa se amplió, y, maldición, allí estaban esos hoyuelos. — ¿Pau?


Su cuerpo se estremeció ante el sonido de su voz. Era profunda y suave como el whisky envejecido. Esa voz debería estar prohibida, junto con el resto del paquete. Su mirada bajó de nuevo. Maldita puerta del coche, porque no cabía duda de que el paquete era bastante impresionante. 

Por un breve instante, no deseado, fue arrojada de nuevo a su primer año de universidad, a la noche en que visito el club de Pedro por primera vez, y se quedó en su elegante despacho. Llena de esperanza, llena de ganas...


Saliendo de su aturdimiento, se sentó con la espalda rígida. 


—¿Te enviaron a ti?


Él se rió entre dientes, como si hubiera pronunciado la cosa más divertida del mundo. —Yo me ofrecí, en realidad.


—¿En serio?


—Por supuesto —dijo arrastrando las palabras perezosamente—.Tuve que venir a ver lo que la pequeña Paula Chaves reventó.

CAPITULO 1




La invitación de marfil, con su caligrafía elegante y adornos de encaje se sentía más como una humillante bomba de tiempo a la espera de estallar en el rostro de Paula Chaves, que como el anuncio de una hermosa boda. 


Hombre, ella tenía un problema. 


Gonzalo, su hermano mayor por tres años, su único hermano,realmente iba a casarse ese fin de semana. 


Casado.


Ella estaba totalmente feliz por él. Incluso hasta emocionada. Su novia, Lisa, era una gran chica, y se habían convertido en amigas rápidamente. Lisa nunca lastimaría a su hermano. Una comedia romántica podría basarse en esos dos. Se conocieron el primer año en la Universidad de Maryland, se enamoraron perdidamente, consiguieron grandes puestos de trabajo corporativos directamente relacionados con la universidad, y el resto era historia.


No, Gonzalo y Lisa no eran el problema.


Y una boda celebrada en los profundos viñedos del norte de Virginia definitivamente tampoco lo era.


Ni siquiera sus semi-lunáticos padres, quienes poseían y operaban una tienda online muy rentable llamada DOOMSDAY "R" US, y quienes probablemente repartirían máscaras de gas a los invitados, eran el problema. De hecho, ella podría montar un asteroide con la etiqueta “La Tierra es mi Perra” e irrumpir a través de aquella boda. 

Su mirada cayó desde la invitación a la lista de asistencia para las damas de honor y los padrinos, y se estremeció. 


Dejó escapar un suspiro lento, revolviendo los largos mechones de pelo castaño que se habían escapado de su coleta desordenada. 

Justo al otro lado de su nombre, separado por unos pocos puntos inocentes, y escrito con tinta carmesí, se encontraba el nombre del padrino: Pedro Alfonso.


Dios me odia. Eso era todo. Bueno, ella era la dama de honor, y cualquiera de los otros hermanos Alfonso hubiera estado bien como padrino. Pero, oh, no, tenía que ser Pedro Alfonso. Era el mejor amigo de su hermano mayor, su confidente, compañero, lo que sea… También era conocido como la pesadilla de la existencia de Paula.


—Mirar fijamente invitación no vas a cambiar absolutamente nada.—Barbara Rodgers apoyó una de sus regordetas caderas contra el escritorio de Paula, atrayendo su atención. Su asistente era un ejemplo de cómo un desastre de la moda podía trabajar para otros. Ese día, Barbara llevaba una falda lápiz fucsia, combinada con una camisa campesina color púrpura, decorada con grandes lunares. Un pañuelo negro y botas de cuero terminaban el look. 


Misteriosamente, realmente se veía bien en lo que debería haber sido un disfraz de payaso. Barbara era audaz.


Paula suspiró. Debería utilizar un poco de esa audacia justo ahora. —No creo que pueda lidiar con esto.


—Mira, tendrías que haber seguido mi consejo e invitado a Damian del departamento de historia. Por lo menos así, tendrías relaciones sexuales salvajes en vez de codiciar al mejor amigo de tu hermano durante toda la boda. Un hombre que ya te ha rechazado una vez, debo añadir.


Barbara tenía un punto. Ella era tan astuta como eso. 


—¿Qué voy a hacer? —preguntó Paula, mirando por la ventana de su oficina. Todo lo que podía ver era la acero y el cemento del museo contiguo al edificio, el Smithsoniano, el cual siempre la hacía hinchar el pecho de orgullo. 


Había trabajado tan duro para convertirse en una de las pocas privilegiadas que podía trabajar para aquella increíble institución cultural.


Barbara inclinó su rostro hacia Paula, y le llamó la atención una vez más. —Vas a ponerte tus bragas de niña grande y lidiar con él. Puedes tener un amor secreto e inmortal hacia Pedro Alfonso, pero si él no ha reconocido lo grandiosa que eres hasta ahora, el hombre está claramente loco y no es digno de esta angustia.


—Lo sé, lo sé —dijo Paula—. Pero él es tan... irritante.


—La mayoría de los hombres lo son, cariño —Barbara le guiñó un ojo.


—Está bien, no está interesado en mí. Es decepcionante, pero puedo vivir con ello. Y hasta puedo perdonarlo por cambiar de opinión la única vez que casi logro engancharlo. Bueno, algo así —se rió sin mucho humor y se quedó mirando a su mejor amiga, deseando que la entendiera—. Pero él está constantemente presionándome, ¿sabes? Burlándose de mí delante de mi familia, tratándome como a una hermana menor, cuando lo único que quiero hacer es sacudirlo... y conseguir que se desnude.


—Es sólo un fin de semana. ¿Qué tan malo puede ser? —preguntó Barbara. Ella trataba de usar la voz de la razón a lo que sería el peor fin de semana de la vida de Paula.


Arrojando la invitación sobre el escritorio, se recostó en su silla y suspiró, meditando ociosamente sobre llamar al departamento de historia. 

Desde que podía recordar, había sido Pedro. Siempre Pedro. Habían crecido en la misma calle, en los suburbios de Washington, DC. Su hermano y Pedro habían sido inseparables desde, bueno, siempre. Lo cual significaba que, por ser la pequeña de la familia, Paula no había tenido nada mejor que hacer que ir detrás de Gonzalo y sus amigos.



Ella había idolatrado a Pedro. Era difícil no hacerlo con su belleza masculina, una sinceridad fácil y unos hoyuelos francamente ilegales.


Cuando era un niño y aún en su edad adulta, Pedro tuvo una racha de fuerte protección que podría hacer que el corazón de cualquier chica aleteara en su pecho. Era el tipo de chico que se hubiera rasgado la camisa en medio de una tormenta de nieve y se la hubiese entregado a una persona sin hogar en la calle, pero siempre había sido tan rudo y peligroso como se veía.


Pedro era el tipo de chico con el cual nadie se metía. 

Una vez en el instituto, un chico se había sobrepasado un poco con ella, en su coche aparcado frente a la casa de sus padres, y Pedro acababa de salir cuando él escuchó sus protestas amortiguadas mientras una mano iba hacia algún lugar que ella no quería.


Después de eso, el tipo no pudo caminar durante varias semanas.


Y esa ocurrencia, más o menos, consolidó un amor adolescente que se negaba a morir.


Todo el mundo sabía que estuvo estado loca por Pedro durante el instituto y los dos primeros años de universidad. Cristo, era una conocida teoría que dondequiera que Gonzalo y Pedro se encontraban, Paula no estaba muy lejos. Por triste y patético que sonara, asistió a la Universidad de Maryland porque ellos también lo hacían. 

Todo cambió el primer año en la universidad, la noche en que él por fin abrió su club nocturno.


Después de eso... ella hizo todo lo posible para evitar a Pedro. No es que hubiera funcionado ni nada.


Uno podría pensar que en una ciudad tan superpoblada como Washington, DC, ella sería capaz de evitar a una rata bastarda, pero, oh, no, las leyes de la naturaleza eran una perra cruel e implacable.


Pedro se encontraba en todas partes. Ella acababa de alquilar uno de los apartamentos más pequeños en el segundo piso de la Galería, y semanas más tarde, él compró uno de los áticos en la planta superior. 

Incluso en las vacaciones familiares, él y sus hermanos se sentaban en la mesa con sus padres, ya que ellos trataban a los Alfonso como si fueran sus propios hijos.


En el gimnasio, estaba allí, haciendo pesas por la mañana temprano, mientras ella fingía correr en la máquina elíptica. ¿Y cuando él llegaba a la cinta? Oh, guau. ¿Quién hubiera sabido que los músculos de la pantorrilla podían ser tan sexis? No era su culpa si se quedaba mirándolo y, tal vez, hasta se le caía un poco la baba. Quizás se había caído de la máquina elíptica una o dos veces cuando él se levantaba la camiseta, revelando unos abdominales que parecía como si alguien hubiera incrustado rodillos de pintura bajo su piel, y se secaba la frente con el dobladillo.

¿Quién no se hubiera distraído y tenido un revolcón? 

Joder, si Paula iba a la tienda local de comestibles, en la esquina, él estaba allí también, sintiendo los melocotones con sus maravillosamente largos dedos; dedos que, sin duda, rasgaban tan bien una guitarra como podían lograr que una mujer llegara hasta la altura del frenesí sexual, y algo más.


Porque ella lo sabía. Oh, ¿de verdad ella sabía lo bueno que era?


Por supuesto, probablemente la mitad del DC ya sabía lo bueno que él era con sus manos.


—Tienes esa mirada en tu rostro —Barbara arqueó una ceja—.Conozco esa mirada.


Paula sacudió la cabeza en negación. Realmente necesitaba dejar de pensar en sus dedos, pero no había forma de escapar a su amor de la niñez, la encarnación de todas las fantasías que había tenido. Un enamoramiento que nunca superó, y la razón por la cual ningún otro tipo duraba más de unos pocos meses, aunque ella pensaba llevarse ese pequeño detalle a la tumba.


Pedro era el Anticristo para ella. 

Un Anticristo real, e increíblemente ardiente. 

De repente tenía calor, tiró el borde de su blusa y frunció el ceño a la invitación. Serían sólo cuatro días en los románticos viñedos de lujo. 

Cientos de personas estarían allí, y aunque tendría que lidiar con Pedro durante el ensayo y la boda, de seguro podría encontrar formas creativas para evitarlo.


Pero el aleteo nervioso en la boca del estómago, la emoción que zumbaba en sus venas, contaba una historia totalmente diferente, porque en serio, ¿cómo iba a alejarse del único hombre al que había amado... y a quien quería destrozar? 

—Pásame ese directorio de empleados —dijo Paula,
preguntándose si Damian estaría disponible después de todo.